El heroísmo representa el más alto ideal humano. Innumerables son los héroes que pueblan la historia de la humanidad: descubridores, militares, religiosos, políticos, científicos y personas de cualquier otra índole han evidenciado aquella cualidad por su disposición a vivir fielmente sus principios éticos hasta la entrega total de su existencia.
¿Quién no ha oído sus gestas y se ha sentido atraído por su arrebatadora personalidad? Sin embargo, no todos son universalmente conocidos. Hay también héroes locales, ignorados fuera de su entorno vital. El australiano Donald Ritchie (1925-2012) es uno de ellos. Fue nombrado en su tierra ´héroe local de 2011`, como reconocimiento a toda su trayectoria dedicada a ayudar a los demás salvando la vida de centenares de personas.
Este agente de seguros –que durante más de cinco décadas tuvo su vivienda en la bahía Watson de Sydney, cerca de un acantilado sobre el mar– pudo gozar de las impresionantes vistas que, desde su casa, ofrecía el elevado precipicio, al tiempo que observaba también los paseos dubitativos de muchas personas solas que se acercaban con la idea de lanzarse al mar para quitarse la vida. Sabedor de ello, durante medio siglo vigiló asiduamente las paredes rocosas del acantilado donde trataba de suicidarse una persona cada semana.
Cuando alguien se dirigía hasta allí con esta intención, Ritchie –convencido de que no hay que tener miedo de hablar con quien se encuentre en esa situación– se le aproximaba, le sonreía y le hablaba. Más aún, en los últimos años, incluso le ofrecía una taza de té y le invitaba a entrar en su casa. A lo largo de ese tiempo, conversó con al menos 160 personas que intentaron matarse, aunque –con independencia de las que así lo certificaron– su familia eleva el número de sus intervenciones a cerca de 400. No es de extrañar que, por su coraje, tenacidad, persuasión y esperanzado optimismo en la existencia, este hombre excepcional fuera conocido popularmente como ´el ángel del acantilado`.
Pero el carácter modélico de ser tan extraordinario se engrandece por el hecho de que el suicidio es la primera causa de muerte violenta en el mundo. La cifra de personas afectadas asciende a un millón al año, con lo que supera al número conjunto de muertes causadas por homicidios y guerras. Estos datos resultan todavía más alarmantes si se tiene en cuenta que cada once minutos se suicida un niño. Por otra parte, se calcula que otros veinte millones de seres humanos intentan quitarse anualmente la vida sin conseguirlo. Por lo que respecta a España, el suicidio es también la primera causa de muerte no natural, de modo que cada día nueve personas se quitan la vida. En cualquier caso, es éste un problema de salud pública de primer orden en todos los países.
Ante ese panorama, las acciones llevadas a cabo por Donald Ritchie durante décadas deberían constituir una fuente de inspiración universal, máxime si se considera que el valor de las hazañas heroicas no se mide por el rango personal de quienes las realizan sino por lo que se exalta en ellas. Y, en este caso, lo que está en juego es nada menos que la totalidad de cuanto se es, se tiene y existe: la misma vida. Pero, como su trayectoria nos rodea y empapa por completo a todos, nos puede –según sus lances– arrebatar hasta el embeleso o, por el contrario, sumirnos en la desventura del tedio.
En esta última coyuntura no se debe perder de vista que, cuando la vida se encona, nada atrae y todo se percibe sin sentido, impera el más flagrante desequilibrio y un agobiante aturdimiento se enseñorea de la conciencia hasta el abandono de sí. Sólo el vacío y la angustia acusan su presencia y un desamparo total embarga a la persona mientras la existencia entera se derrumba a su alrededor.
Es en esas circunstancias cuando se debe tener presente el comportamiento practicado por Donald Ritchie con quienes intentaban suicidarse y seguir sus sencillas exhortaciones: recordar el poder de la sonrisa sincera, decir una palabra amable, dar un consejo adecuado y –añado yo– ofrecer el modo de acceso a la razón más sublime por la que seguir viviendo para siempre.
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